sábado, 8 de septiembre de 2018

Carta de intención


Santiago de Cali, 22 de octubre de 2017


Señores
Escuela de Estudios Literarios

Ref.: Carta de intención –también llamada carta de exposición de motivos– para ingresar a cursar la Maestría en Literaturas Colombiana y Latinoamericana


Hola,
muy buenos días, o buenas tardes, o buenas noches, depende de en qué momento del día lean esto.

Yo, Julián Darío Hernández Trujillo, identificado con el número de cédula de ciudadanía que aparece debajo del nombre que aparece debajo de la firma que va al final de esta carta, vecino –por fortuna– de la ciudad de Cali, por medio de la presente expreso los motivos por los cuales deseo –y no se imaginan cuánto– ingresar a la Maestría en Literaturas Colombiana y Latinoamericana de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle.

Me incómoda hablar de mí. Pero creo que la causa lo amerita:

Tengo 26 años, vivo con mi mamá y mi abuela, tengo una hermana mayor –la cuál es egresada de la Univalle tanto en pregrado como en posgrado en el campo de la salud–, tengo una sobrina y dos ahijadas –entre ellas mi sobrina–, juego mucho fútbol –mucho en cantidad, no sabría si en calidad–, soy hincha de un equipo de la ciudad que, por ahora, prefiero reservar, me gusta Dr. House, Seinfeld y Brooklyn 9-9, las películas de Tarantino, Woody Allen y Alexander Payne –sobre todo las de Alexander Payne–, y, como deben de suponer, me encanta la literatura.

Estudié Comunicación Publicitaria en la Universidad Autónoma de Occidente. Siendo estudiante fui miembro por más de dos años del Comité de Currículo del Programa. Comité al cual hago parte ahora como egresado.

Siempre soñé con trabajar en una agencia publicitaria en Bogotá, pues sentía que allá sí se movía la industria. El sueño lo pude cumplir desde antes de graduarme de la universidad, conseguí mi práctica profesional en la agencia TXT como redactor creativo –o copywriter, o simplemente copy, como se le quiera llamar–; de ahí pasé a la agencia DDB, una de las agencias más reconocidas del mundo –uno siempre dice eso de las agencias– y, aunque siempre tuve la ilusión de poder trabajar ahí, el caos y la agresividad de la ciudad hicieron que tomara la decisión de regresarme a Cali después de año y medio; aquí entré a trabajar a Marca Registrada, una de las agencias más grandes a nivel local. Luego pasé a ser parte de Saatchi & Saatchi, otra de las agencias más importantes del mundo –¿ven que uno siempre dice eso?–, pero algo pasó entre los duros de la oficina de Colombia y el Holding Global, pelearon por algo que ni idea y ya nos llamamos Barbara & Frick. Tengo 5 años de experiencia en el campo y siempre me he desempeñado como redactor creativo –o copywriter, o simplemente copy, como se le quiera llamar–, manejando clientes como Harinera del Valle, Comfandi, Reebok, Recamier, Michelin, Davivienda, Terpel y otras más que, me temo, no vale la pena mencionar.

En el 2014 ingresé al Taller de Novela Ciudad de Bogotá –taller dictado por Pedro Badrán, auspiciado por el IDARTES y al cual se postulan más de 500 personas y solo eligen aproximadamente a 30, o bueno, eso dicen pero yo no creo–. Actualmente curso el Taller de Escritura Creativa Comfandi dictado por Julio César Londoño.

Imagino que los estoy aburriendo con tanta cosa personal. Yo de ustedes ya hubiese dejado la lectura de este texto hacía rato. Además, imagino, tienen otras tantas por leer.

Pero entremos en materia:

No sé qué tan cliché pueda sonar –o qué tan predecible pueda parecer–, pero mi pasión es la literatura. Tanto, que cuando estaba en tercer o cuarto semestre pensé en salirme de Publicidad para estudiar Literatura. No sé por qué, no sé si fue lo correcto o no, pero tomé la decisión de seguir. Imagino que, en su momento (2010), supuse que bien podría complementar la una con la otra –mi trabajo de grado se tituló La literatura como recurso del creativo copy– y que después podría estudiar la maestría –imagínense, desde ese tiempo les puse el ojo–. No me arrepiento, la publicidad me ha dado mucho, he conocido personas valiosas y he hecho cosas que podría decirse que me llenan de orgullo, cosas que quizá no vienen al caso.

Entiendo –o creo entender– de qué se trata la maestría. Sé que no es para ser escritor ni mucho menos –lo menciono porque es lo que más me han recalcado las personas que han estudiado la maestría y a quienes me les he acercado para conocer, de viva voz, algo más al respecto. Creo que cumplo con el perfil que la maestría requiere y estoy dispuesto a dar todo de mí para que los resultados sean más que satisfactorios.

Creo tanto que estoy preparado para estar a la altura de la maestría, que desde hace mucho tiempo entro a la página y estoy enterado de lo más que se pueda. Sé, para dar solo un ejemplo, que, por mi formación profesional, debo hacer los cursos de nivelación.

Aunque eso –meterme a cada rato a la página me haya jugado una mala pasada. Mentira, no, mala pasada no, así suena muy drástico, digamos que eso me dejó una divertida anécdota: resulta que, como en los requisitos de la página decía que había que presentar un bosquejo del trabajo de investigación, yo me dediqué a hacer el bosquejo, lo titulé La reivindicación del mito del amor en la novela Comedia Romántica de Ricardo Silva Romero, e incluso hasta me puse en contacto con el autor para hacerle las respectivas entrevistas y demás. Me interesa investigar dicha obra principalmente por su estructura, pues a la novela solo la sostiene un diálogo entre la pareja protagonista. Un diálogo que dura toda la vida.

No me lo están preguntando, pero, si llego a ingresar este año la maestría, renunciaría a la agencia para dedicarme al estudio y a las clases que dicto en la Universidad. Lo cual, supongo, sería una noticia que le vendría muy bien al mundo de las agencias. Jajaja mentira. Es broma. Espero. Es broma lo de la buena noticia para ellos, quiero decir, porque en cuanto a renunciar para dedicarme solo a la maestría y a la docencia es muy en serio.

Ya llegué a la tercera página y me encuentro con una compleja situación. Por un lado siento que los estoy aburriendo con tanta cosa y me podría parecer que las probabilidades de ser admitido se reducen considerablemente con cada palabra que escribo. Y por otro lado me queda la tentación de contarles más sobre mí y, más importante aún, hacer mayor énfasis en mis motivaciones para ingresar a la maestría.

Contarles, por ejemplo, que tengo una conferencia que, podría decirse, es medianamente exitosa. Se llama El Cannes puede esperar y ya la he dado en universidades de Cali y Medellín; podría también hablarles un poco más sobre la grata experiencia que he tenido en la docencia; explicarles mejor sobre qué trataría el trabajo de grado o dónde me veo en 5 años –pregunta que, tengo entendido, no puede faltar en todo tipo de entrevista–.

Pero creo que ya es justo con ustedes. Si es que aún siguen leyendo, claro, porque yo de ustedes ya hubiese abandonado el texto desde hace rato.

Espero estar a la altura de la Universidad, de la Escuela y, por su puesto, de la maestría. Pues sería un orgulloso ser egresado de la Universidad del Valle.


Un gran saludo,


martes, 27 de diciembre de 2016

Eres la mejor persona que conozco

Conozco muchas. Pero tú eres la mejor persona que conozco.

***

Si me preguntan, no tengo un primer recuerdo de ti. No puedo definir un recuerdo como el primero que tengo de ti. Lo más cercano a eso –que no sabría cómo definirlo– son unas fotos de lo que yo siempre creí que era tu matrimonio con Pacho. Tendría dos, tres o quizá cuatro años y, repito, siempre creí que eso que se celebraba era tu matrimonio. No lo creía en esa época, pues, obviamente, ni sabía qué significaba un matrimonio –20, 21 o 22 años después sigo sin saberlo, pero ese es otro cuento–, sino que después, supongo, mi mente hizo la relación de tu pinta y la de él y seguro entró en el archivo como el matrimonio de los abuelos. ¿Si sabes de qué te estoy hablando? Eso, creo, fueron como las bodas de plata, pero la verdad no estoy seguro.
                                
Lo otro que recuerdo, y lo hago con la mayor de las alegrías, son las infinitas veces que yo jugaba con las pelotas esas de goma que rebotaban un montón. ¿Te acuerdas? Yo en el primer piso de la casa, tú en el segundo. Yo las hacía rebotar, primero pegaban en el piso, luego en la pared, y se devolvían hacia mí con un efecto ahí todo bacano. Yo ponía los cojines del mueble azul y me tiraba a coger las pelotas creyéndome el propio Calero.

Muchas fueron las veces que las tiré tan duro que no me caían a mí para taparlas sino que se iban al segundo piso, donde tú vivías, entraban por ese ventanal que daba hacia el comedor de nosotros y ahí se quedaban, en el corredor o incluso en esa pequeña pieza de reblujos que tenían ustedes allá, a la espera de que aparecieras tú, o Pacho, a rescatarlas. Yo, desde abajo, escuchaba que se abría la puerta de la habitación de ustedes y, como todo un juego de niños, me ponía a adivinar, según los pasos que escuchaba, quién era el que venía: si tú o Pacho.


***

Todo comenzó por el abrazo.
Con mi mamá, con Yuz, con mi tía, mi tío, con mis primos, contigo.
No se dieron cuenta pero inmediatamente fui a saludar a Pacho.
Estábamos en la casa de transición –acabo de bautizarla así–, esa que alquilamos durante 6 meses mientras ubicábamos una, en el mismo barrio, que nos gustara para comprarla. Esa casa rara donde estuvimos medio año, donde no nos sentíamos cómodos –o al menos eso me parece–, no sé si por lo ostentosa o porque simplemente no la sentíamos como nuestra y de antemano siempre la vimos como un hogar de paso, si se me permite la expresión.
Ahí vivimos una única Navidad y podría apostar que ninguno la recuerda.
También tuvimos un único año nuevo y seguro no lo olvidaremos.
No sé por qué pero me parece bueno que no haya muerto en nuestra casa de toda la vida. Tampoco en la nueva.
Quizá así la antigua queda como símbolo de su vida y la nueva representa nuestra vida después de él. Porque hubo vida después de él. Porque habrá vida después de todos.

Ese 31 fue muy raro. Pasó lo que pasó y con eso sería suficiente, pero el antes fue muy raro. En serio. En su momento parecía normal, pero viéndolo en retrospectiva se ve muy raro.

Fue raro que en la tarde, cuando íbamos a visitar a la tía Ana, yo me haya equivocado de ruta. Fuimos mil veces en el año, hemos ido diez mil veces en la vida, pero solo ese día, justo ese preciso día, yo tenía que equivocarme de ruta. Seguí derecho por la 26 y no volteé ni por la quinta ni por la primera, por lo que tuve que coger la cuarta, tú, sabiendo por dónde nos tocaría pasar, empezaste a contarnos la historia del ranchito que tenías en La Isla.

“Vamos a pasar…”, dijiste, y Yuceth, sin dejarte terminar, dijo “por el ranchito que tenías por acá, ¿dónde es que queda?”. “Aquí en la esquina”, señalaste, y comenzaste a contarnos cómo había sido todo. O como había sido una pequeña parte de todo: empezaste diciéndonos que con la venta de ese ranchito pagaste la cuota inicial del lote de la casa en Santa Elena. Que trabajabas en Croydon y allá volviste a ver a Pacho, que para ese tiempo no era Pacho sino Laureano. Que a Laureano lo conociste muy joven, en Salomia, donde vivías con mi tía Ana, Viejoman y todos sus hijos. Que él te llamaba la atención. Que se notaba que tú le encantabas pero que no te hablaba. Que un día tuvieron la oportunidad de conocerse pero que cuando él se presentó tú te le cagaste de la risa por el nombre –aunque no recuerdo bien si por el nombre como tal o porque le decían “Lalo” o “Lolo”–. Que ese fue casi el único contacto en esa época. Que luego tú conociste a Jorge y se casaron y tuvieron tres hijos y se separaron. Que tú, sola con tus hijos, volviste a la casa de la tía Ana y Viejoman. Que allá vivían mientras tú trabajabas en Croydon, donde volviste a ver a Pacho –quien seguía siendo Laureano, o Lalo–. Que él era el jefe de despachos o de transporte o de ambas o de ninguna o de algo así. Que allá se reencontraron. Que él seguía solo, y con “solo” me refiero a amándote en silencio. Que un día fueron a una panadería que quedaba no sé dónde. Que salieron. Que se enamoraron. Que tu proyecto de la casa en Santa Elena se volvió, también, su proyecto de la casa en Santa Elena. Que en la casa de él no sabían nada y que, más o menos un mes antes de pasarse a vivir juntos, él salía a trabajar con doble ropa: que se ponía un pantalón encima de otro y una camisa encima de otra, y así sacó toda la ropa y todas sus cosas y se fue a vivir contigo. Contigo y con tus hijos y con tus nietos que aún no nacíamos.

Decía que ese 31 fuimos donde la tía Ana, hicimos la visita correspondiente, fuimos a saludar a Chochón y volvimos a la casa. Allá pasamos la media noche, y todo fue más o menos como siempre: fui el último en bañarse –eso no aporta nada a la historia pero quería recalcar que siempre soy el último en bañarse, no por agüero ni cábala ni nada, más bien por huevonada, pero ese es otro cuento–, mi mamá hizo la cena y todos estuvieron presentes. Comimos, llegó el año nuevo, me embutí las 12 uvas –la mayoría de los deseos fueron, por supuesto, para que el Cali quedara campeón–, me di el respectivo abrazo con mi mamá, con Yuz, con mi tía, mi tío, con mis primos, contigo.
  
No se dieron cuenta pero de una me fui a la pieza de Pacho a saludarlo. No le dije nada. Dormía. Supongo que le cogí la mano, no me acuerdo, estuve ahí un momentico, quizá recordé las veces que me llevaba a tuntún a la escuela y juntos cantábamos caballo viejo de la sabana que ya está viejo y cansado, que cuando había llovido en la noche yo, yendo en sus hombros, movía las ramas de todos los árboles por los que pasábamos y entonces nos mojábamos y ahora que lo pienso ese era –sigue siendo– uno de mis momentos preferidos de la vida. Recordé también las veces que jugábamos fútbol, en el pasillo, con una tapa de gaseosa, él me pedía descansar un minuto, y yo le decía que no, que yo quería seguir, pero al final igual le decía que sí y contaba “uno” y quería que volviéramos a jugar. El “uno” era así, “uno”, literal, pues yo, de 4 o 5 años, pensaba que un minuto era un segundo. Aun así –pensando que un minuto era un segundo– me parecía una eternidad descansar un minuto que para mí era un segundo. Fueron buenos tiempos. Fueron buenos tiempos porque siempre fue un buen hombre, y alguien así no se merecía estar en la situación que estaba. Me parecía la peor injusticia de todas, ¿de qué vale ser bueno si al final esta vida cobarde, ventajosa y aprovechada va a terminar contigo de la peor forma que se le pueda ocurrir, sin saber quién eres, teniendo pequeños momentos diarios de lucidez, sin reconocer quién es ese que todos los días, antes de irse a la universidad, va a darte la mano y a decirte “Q´hubo, Pacho, te tengo una chiva: veeeee”? Por eso, resignado, miré hacia arriba y con rabia le pregunté “¿hasta cuándo, pues?” a ese que tanto nos ignora.

El resto es historia que no importa. Recuerdo que llegaron los de Flor, justo cuando ya estábamos saliendo para donde Socorro, y nos tocó atenderle la visita como media hora. Solo hasta casi las dos de la mañana llegamos donde Socorro, fuimos con mi mamá a saludar donde Valentina y el resto de los de nuestra cuadra, o excuadra. Donde don Álvaro, como es costumbre, nos quedamos más tiempo e incluso yo prometí volver al rato. De toda esa saludantina, me quedó muy presente cuando fuimos donde don Guillermo y doña Marianury –¿cómo se escribirá Marianury, así, Marianury o María Nury o Nuri o Nuly, seguido o separado? ¿A propósito, has conocido a alguna tocaya? Yo no. Pero el caso–, y ahora que lo pienso bien, creo que fue la primera y hasta ahora única vez que he pasado a saludar allá después de que nos fuimos de Santa Elena, y se me hace muy curioso que don Guillermo esa noche –noche que ya era madrugada–, justo esa noche, en el par de minutos que estuve, me hablara solo de Pacho. Me contó, entre muchas cosas, que siempre que él ponía música y sonaba “Señora Bonita”, Pacho, estando al frente, en nuestra casa, salía al balcón y desde ahí le hacía una señal para que le subiera volumen.  

Señora bonita  
Hay algo en su boca
Tiene algo su cuerpo
Que al verla que cruza
Amor, amor me provoca

Señora bonita
Usted me castiga
Y aunque no me quiera
Le digo mil veces, que Dios,
Que Dios la bendiga
Señora bonita
Su cara es dulzura
Mis brazos le ofrecen
El discreto instante
De una aventura

Señora bonita
Yo siempre la sueño
Mire que ironía
Yo amándola tanto
Y usted tiene dueño.


Esa tarde, la del 1 de enero, me desperté porque el teléfono no dejaba de sonar.
Eran las 5 de la tarde –creo que ya había dicho que era la tarde pero qué se le hace– y Socorro estaba llame que llame que llame que porque nosotros aún no habíamos ido a almorzar, lo que pasa es que la noche/madrugada anterior le dijimos que sí, que claro, que nosotros muy a la 1 de la tarde íbamos a estar allá para comer del tradicional sancocho que hace Jaír, pero pues esas son cosas que uno dice en el momento, cosas que cuando ya uno se acuesta a las 10 de la mañana no tienen mucha validez que digamos. Pero bueno. Socorro llamó y mi mamá contestó y se puso a hablar en la puerta de mi cuarto y lógicamente yo me desperté y ella muy sorprendida me preguntó que si me había despertado y acto seguido me dijo que me alistara para irnos de nuevo a Santa Elena.

Y eso hicimos, supongo que a la hora u hora y media o dos horas ya íbamos mi mamá, mi tío y yo, camino para donde Socorro. Allá llegamos ya en la noche y como aún había ambiente de alegría, salí a buscar más trago con Jaír mientras mi mamá y mi tío comían. Cuando volvimos, como a los 20 minutos, mi mamá y mi tío estaban terminando de comer y yo, como no quise sancocho, apenas le estaba echando salsa de piña al pollo este que dan en la cena navideña cuando vi –escuché, mejor– que el teléfono fijo estaba sonando. Contestó la negra y le dijo a mi mamá que pasara al teléfono, al día de hoy no sé con quién habló, creo que con Yuz, el caso es que me dijo que a Pacho se lo iban a llevar a la clínica, sin entrar en detalles de a cuál ni por qué, y que nada, que ella se iba con mi tío a la clínica y que yo me quedara ahí, tranquilo, comiendo, como si nada. Y pues obvio le dije que no, que las huevas –no utilicé esa expresión, claro, pero es la que mejor describe mi reacción–, que yo me iba con ellos. Y así fue. Le dejé la comida servida a Socorro y me monté al carro.

Yo manejaba.
Manejaba sin saber a dónde manejaba.    
O sea, mi mamá dijo que íbamos a la clínica pero nunca pregunté a qué clínica.
Y no hizo falta.
No hizo falta porque, apenas nos montamos al carro, Yuz llamó al celular de mi mamá y le dijo que nos fuéramos para la casa.
No a la clínica sino a la casa.
Y con eso entendí todo.

Mi tío no, mi tío que casi siempre entiende todo, esta vez no entendió nada y durante toda la autopista se la pasó diciendo “ve, tan raro, será que ya se mejoró, eso seguro llamaron a la ambulancia y no era nada grave, una falsa alarma, no sé. ¿Por qué será que nos dijeron que nos fuéramos para la casa? ¿Por qué habrán decidido no llevarlo a la clínica si se supone que se había puesto muy mal? Tan raro”. Yo estaba que lo callaba y le decía que era porque había muerto, no había de otra. Pero me contuve, estaba segurísimo que había muerto, pero, como digo, me contuve. No sé por qué lo hice, pero preferí callar durante los cuatro o cinco minutos que me demoré en llegar a la U de la 70, porque ahí –me acuerdo tanto–, justo ahí cuando hacía la U para entrar al barrio, me llamó Mauro al celular y me dijo que ya, que Pachito se nos había ido.

La frialdad que tuve la noche anterior para pedirle a ese que casi siempre me ignora que se lo llevara, la tuve para decirle a mi mamá y a mi tío, ahí en el carro, que Pacho se había muerto.

“Pacho se murió”, le repetí a mi mamá, porque no escuchó –o no quiso escuchar– cuando se lo había dicho, por primera vez, un segundo antes. “Pacho se murió”, le dije, y mi mamá de una se puso a llamar por celular a una de las sobrinas de Pacho: “Lalo se murió”, le decía –algo desesperada– a esa pobre señora que seguro no entendía nada en absoluto de lo que estaba pasando, “Lalo se murió, Lalo se murió”. Mi mamá parecía loca, nunca la había visto así, incluso pidió que la dejara ahí –ya faltaban dos cuadras para llegar, apenas íbamos por el parque– que ella se iba caminando. Loca.

Llegamos a la casa y ya lo habían tapado. No lo quise ver. Digo, no quise quitarle la sábana que tenía encima. ¿Para qué ver a un muerto, así sea un muerto de uno? ¿De qué vale una imagen así, para qué guardar ese recuerdo? Nunca le he visto sentido y quisiera que si me llega a pasar no me vean. Solo mi mamá, Yuceth, la niña y Socorro tienen el libre albedrío de verme si así lo desean y consideran que, de suceder –porque puede pasar–, eso mitigaría en algo el dolor de mi partida. De resto prefiero que no me vean, que me recuerden vivo porque me niego a ser ese inerte que estará en el cajón. Y si llega a pasar, repito, quiero que lloren si así lo desean, que lloren mucho pero solo una vez, que una vez se sequen la última lágrima no vuelvan a llorar, que recuerden que tuve una vida buena, mejor de la que merecía y que eso las haga sentir tranquilas. Además siento que, con la llegada de Antonella, yo me liberé de un gran peso, me explico: dejando en claro que no quiero que me pase nada, pero consciente que para morir solo uno tiene que estar vivo, hoy en día me siento más tranquilo ante una eventual ausencia mía. Primero, nadie depende de mí –en todo el contexto de la expresión– y eso es un gran alivio. Segundo, siento que la existencia de Antonella mitigaría en parte el dolor de mi partida, y el tenerlo claro es de las sensaciones más tranquilizadoras que he experimentado últimamente.

Pero no quiero que nos desviemos, ese es otro tema y si quieres lo hablamos después.

Decía que llegamos a la casa y yo no quise ver a Pacho. Primero me senté en la escalera que quedaba al lado del cuarto de él, y como vi que empezó a llegar gente a la casa, me subí al segundo piso y me eché por allá en un rincón. No lloraba, simplemente estaba ahí, quizá recordando, con un nudo en la garganta, las veces que yo le decía que le tenía una chiva, y que cuando él preguntaba sobre cuál, yo le decía “veeee”. A lo mejor recordaba las infinitas veces que Piedad, la acompañante de la ruta del colegio, me decía que no pusiera a Pacho a llevarme el maletín, que él ya estaba muy viejito y que yo, así estuviera en primero, en segundo, en tercero y en cuarto de primaria, podía cargar mi propio maletín. De pronto lo que recordaba era las veces que subía a bañarme donde ustedes porque a nosotros se nos había dañado el calentador. O simplemente recordaba por el simple placer de hacerlo –aunque “simple” no es que sea de a mucho y “placentero” no es que sea siempre–, porque el recuerdo es lo único que nos queda a los que quedamos, porque el olvido es peor que la muerte y me niego a que seamos el olvido que seremos.

Escuché que Yuz me llamaba y le dije dónde estaba, ella subió y me dijo “mira lo pinchado que era” mientras me mostraba la camisa Yves Saint Laurent con la que lo íbamos a enterrar.

–¿De dónde la habría sacado? –le pregunté y por un instante pensé en decirle que lo enterraran con otra, que yo quería quedarme con esa.

–No sé, creo que esta era del esposo de Virginia.

Cuando bajamos en la casa ya había más gente, recuerdo a Socorro, Jaír, Diana, Sofía, quizá Nelly, los de Salomia, mi tía, Diana, Daniel, Mauro y hasta una vecina de al frente con la que nunca habíamos ni hablado.

Mi mamá le preguntaba a Yuz que qué se podía hacer, pues al parecer el médico “tratante” no estaba en la ciudad y en el servicio este de salud que le tenías no había nadie que pudiera declararlo muerto. Nunca entendí por qué, siempre se me hizo ilógico, pero quizá era hasta entendible por ser primero de enero a las ocho o nueve de la noche. Mi mamá hablaba por teléfono con alguna operadora y le decía que pensara un momento, que a quién se le ocurre que ella iba a llevar un cadáver a una clínica para ingresarlo por urgencias y poder que lo viera un médico cualquiera y lo declarara muerto.

No sé cuánto tiempo pasó, no debió ser mucho, hasta que Yuz me dijo que ella y Mauro se iban a ir a la funeraria a ver qué se podía hacer. Y yo me les pegué. Allá nos dijeron que claro, que la vuelta era breve: que ellos iban por Pacho a la casa y lo llevaban a la clínica, que lo “ingresaban” por urgencias –lo pongo en comillas porque seguro tendrán su protocolo, pues, su lado por donde los ingresan, no me imagino que alguien llegue a urgencias con un muerto cargado, a lo Rosario Tijeras, y pida turno y se siente a esperar que los atiendan–, que allá un doctor lo declaraba muerto y que luego, ellos mismos, lo llevaban al cementerio del norte para prepararlo y llevarlo al otro día a la sala de velación que nosotros dijéramos. Y así fue.

Y nosotros ahí, siempre detrás de ellos, como quien escolta, por penúltima vez, a ese fiel guardaespaldas que siempre nos cuidó. El mejor de todos, el del caminado lento pero ágil de mente. El jorobado de espalda, pero recto en valores. El de los cuentos sorprendentes. El de la paciencia infinita. El del amor bonito. El de la chiva: veeeee.

Lo que cuento acá en un párrafo en realidad pasó en algunas horas, con par pandebonos y ponymaltas de por medio, claro. El caso es que al cementerio fuimos llegando como a la una de la mañana. Mauro se quedó en el carro y Yuz y yo entramos a una oficina donde nos atendió un man que corroboró la información, nos pidió algunos datos, confirmó en dónde queríamos velarlo y enterrarlo, y nos llevó a una salita donde tenían unos ataúdes para que escogiéramos el que queríamos. Había dos: uno cuya “ventana” era rectangular y abría hacia el lado, y otro que tenía “ventana” en forma de cruz y abría hacia arriba, no sé si me haga entender. Yo le dije que el de la “ventana” cuadrangular.

Al otro día todo fue normal, era 2 de enero y la gente, supongo, de a poco volvía a su cotidianidad luego de despedir el año. Nosotros, en la funeraria, estuvimos creo que todo el día. Recuerdo que en la tarde fui con Yuz ahí a Palmetto a comprar unos zapatos para ponerme al otro día –y, dicho sea de paso, para ponerme cuando me inviten a cuanto matrimonio, bautizo o quinceaños haya por ahí, incluso hoy en día–. Recuerdo que a última hora –como siempre– llegó don Álvaro con los niños y doña Francia, casi no los dejan entrar porque faltaba un minuto para las diez de la noche, y a esa hora, a las diez, hacían salir a todo el mundo. Recuerdo que en la casa Mauro destapó una caneca de aguardiente y nos tomamos uno o dos traguitos, todos estábamos en la sala y, hablando de todo, llegamos al tema de quién iba a irse acompañando a Pacho en el carro fúnebre camino al cementerio. Todos pensábamos que tú, o al menos yo así lo pensé, pues era lo normal y, digámoslo así, lo predecible. Pero tú dijiste que no, que te querías ir en el carro con mi tío Freyder, entonces de inmediato yo dije que quería ser quien fuera al frente, con él, acompañándolo lo más cerca posible en ese, su último recorrido. Tú no dudaste en decir que sí, y eso, para mí, ha sido uno de los mayores honores de mi vida. Dijiste que te parecía lo más correcto, ya que él, según tú, tuvo cuatro grandes amores en su vida: tú –lógico–, Nelcy, la hermana, Yuceth y yo. Te juro que jamás se me pasó eso por la cabeza, es decir, solo hasta ese momento fue que dimensioné el gran amor que siempre me tuvo.

Uno en esos momentos piensa muchas cosas, o quizá sea lo contrario, a lo mejor no piensa mas bien nada. La noche se hace larga. Uno cree que estaba preparado, pero descubre que cinco años de convalecencia no preparan, solo aumentan la agonía de la espera. ¿Reír y agradecer por lo bueno, o llorar y llenarse de rabia por la injusticia de ese final? ¿Por qué alguien bueno tiene que terminar tan mal? ¿A qué ser se le ocurre eso? ¿Será así con todos los buenos? ¿Será que eso lo divierte? “Hey, mira, ahí hay alguien bueno, hagamos que sufra. Ah, quién lo mandó a ser bueno, nadie le dijo que lo fuera”. No sé quién merezca pasar sus últimos meses de vida así, sin reconocer a sus seres queridos, sin valerse por sí mismo ni saber siquiera quién fue en el pasado ni ser consciente de la existencia de un futuro. No sé quién lo merezca, digo, pero definitivamente Pacho no. Todo lo contrario.

***

Sé que eres una valiente. Eso es quizá lo que mejor te define: tu valentía. También tu amor –por supuesto–, tu nobleza, tu don de servicio, tu inteligencia, tu alegría y ese largo etcétera que creo que tienen todas las abuelas, pero me quedo con tu valentía.

Nunca olvidaré el momento en que te paraste a leer en la misa del entierro de Pacho. Estábamos en primera fila. Yo al lado de Yuz, y Yuz al lado tuyo. Todo transcurría como transcurren las misas en los entierros y hasta ahí todo bien. De un momento a otro tú le hablaste a Yuz y ella empezó a buscar algo en tu bolso, buscaba y buscaba y removía y removía cosas y seguía buscando y nada, entonces tú, con el afán de quien siente que se le va el señor de la mazamorra –perdón la metáfora, no soy muy bueno en esto de escribir, pero me pareció una divertida imagen mental: alguien que está apurado buscando una olla para echar la mazamorra, ¿no? Sí, tal vez no–, cogiste el bolso y buscaste tú misma eso que tanto necesitabas: las gafas. Las cogiste rápido y, con el afán de quien encuentra la olla para salir detrás del señor de la mazamorra, te paraste y le dijiste al padre que querías hacer las lecturas. Y fuiste y las hiciste.

¿Cómo alguien es capaz de hacer eso, de tener un dolor en el alma, tan grande como ninguno otro, de tener el peor de los nudos en la garganta y salir a leer con tanto coraje sin ni siquiera enredarse en media silaba? Esa imagen representa para mí todo lo que tú eres.

Parada ahí, enfrente de todos, no solo estaba una viuda más.
Estaba la señora alegre, que le gusta la fiesta.
Estaba la líder de ese montón de viejitas que hace lo que ella diga (o proponga, pues)
Estaba la tía preferida de los Pérez.
Estaba la trabajadora que sacó a sus hijos adelante, la que hubiese sido capaz de vencer todo y cuanto se le pusiera por delante.
Estaba la devota que tiene tan ganado el cielo como lo podría tener ganado la mismísima mamá del Papa.
Estaba la noble, la comprensiva y la alcahueta. La que llora en silencio y se ríe a carcajadas. La que poco se enoja ni conoce rencores.
Estaba la mamá de mi mamá, la que supo nunca entrometerse en nuestra crianza y educación –no sabes cuánto lo agradezco–, pero siempre estuvo ahí guíando, cuidando y protegiendo.
Estaba la que en vacaciones me ponía los pandebonos en el canasto para que los cogiera de ahí cuando me despertaba a las 9 o 10 de la madrugada.
Estaba la que le gusta hacer las cosas buenas sin que nadie se entere. La que, sin pretenciones, prefiere que su trabajo y sus acciones hablen por ella.
Estaba la que hacía la novena de la virgen todos los 24 de mayo en la casa para luego llamar a mi tío Freyder y darle tremenda serenata con todas las viejitas.
Estaba la abuela más querida por todo Santa Elena.
Estaba la que todos aman. La que todos respetan. La que todos admiran.
Estaba mi abuela.
Estaba la señora bonita.

***

En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.

Algo así puso el mediocampista del Chapecoense Cléber Santana antes de subir al avión y morir en aquella tragedia que a todos nos tocó. Nos tocó por televisión, como preferimos, pero nos tocó al fin y al cabo.

En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.

Muchos lo adjudican como un mensaje premonitorio. Para mí no es más que la infinita fortuna de haber dejado –sin saberlo, obvio– un mensaje de despedida. Qué suerte –aunque “suerte” no es el mejor término para este caso–. Qué dicha. Si algún día me conceden un último deseo, escogería poder despedirme.

En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.

Me gusta ser el menor. Me gusta el año en que nací. Me gusta que mi mamá me haya tenido a los 34. Me gusta haber crecido en el primer piso cuando tú vivías en el segundo. Me gusta haber vivido luego en el segundo y tú en el primero. Me gusta que ahora vivamos juntos. Me gusta sacar cosas de tu nevera como si fueran mías. Me gusta entrar a pesarme a la báscula que tienes en tu cuarto. Me gusta que me digas Julio. Me gusta que me digas Canillas. Me gusta la infancia que tuve. Me gusta que seas del Cali. Me gusta que digan que nuestra cabeza tenga la misma forma –e incluso nuestro pelo–. Me gusta haber crecido en Santa Elena. Me gusta que me cuentes las historias de tu infancia. Me gusta haberte ayudado en lo que estaba a mi alcance cuando organizabas la entrega de velones en Semana Santa. Me gusta que los regalos de la Navidad del 2013 los hayamos abierto el 31. Me gusta no haber recibido ni el más mínimo reproche tuyo. Me gusta creer que entiendes y en parte respetas las decisiones que, para bien o para mal, he tomado. Me gusta que nunca me has juzgado. Me gusta que me pidas que te lleve al cementerio. Me gusta no tener absolutamente nada malo que decir sobre ti. Me gusta De qué callada manera de la Sonora Poceña. Me gusta tu nombre. Me gusta coger tu bastón. Me gusta ser tu nieto.

En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.

El anillo de Pacho que me diste es, por mucho, el mejor regalo que me han dado en la vida. Y dudo mucho que puedan superarlo.

En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.

En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré, abue.
(Aunque si puedo elegir, no quisiera vivir otra, suficiente tengo con esta).

En cuantas vidas yo viva, en todas te recordaré.

***

Soy lo que soy gracias a mi mamá, y tengo la sospecha de que ella es lo que es gracias a ti. O sea que, si aprendí a hacer reglas de tres en el colegio, eso vendría significando que yo también soy lo que soy, en gran medida, gracias a ti. Y eso siempre lo tengo muy presente. Y eso trato de honrarlo cada día de mi vida, y me odio cuando no lo hago. Cuando por X o Y no me comporto como un descendiente tuyo debería hacerlo, me odio; cuando no ayudo a las personas pudiéndolo hacer, me odio; cuando no saludo a la gente desconocida que me encuentro en la calle, me odio; cuando dejas de pedirme un favor porque crees que me molestaría, me odio; cuando desaprovecho una tarde de sábado durmiendo, leyendo o viendo televisión pudiendo estar contigo preguntándote todo lo que quisiera saber y oyendo todo lo que me quieras contar, me odio; cuando tengo que recurrir a escritos como estos porque no soy capaz de decirte estas cosas de frente, me odio; cuando no me decido a perdonar a mi papá, me odio.

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Cuando llegue el momento, cuando te llamen no a rendir cuentas sino como asesora para mejorar este horrible mundo, ten la tranquilidad de haberlo hecho más que bien. De haberlo logrado. Porque creo que uno de los propósitos de la vida es darle a los suyos una vida mejor que la que uno tuvo, y tú, eso, sin duda lo hiciste con creces. Tenlo claro para que estés tan orgullosa de ti como nosotros lo estamos.

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Si Dios hizo las madres para que hicieran el trabajo que él no puede, no me imagino entonces para qué hizo las abuelas. Porque unos nacen ricos o genios o con muchísimo talento para volverse ricos o genios, otros simplemente nacemos y nos toca una abuela como tú.

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Conozco a mucha gente, y tú eres la mejor persona que conozco.
(Bueno, en realidad estás empatada con mi mamá).


Con el amor de quien te debe gran parte de su vida,

“Canillas”.