Conozco muchas.
Pero tú eres la mejor persona que conozco.
***
Si me preguntan,
no tengo un primer recuerdo de ti. No puedo definir un recuerdo como el primero
que tengo de ti. Lo más cercano a eso –que no sabría cómo definirlo– son unas
fotos de lo que yo siempre creí que era tu matrimonio con Pacho. Tendría dos,
tres o quizá cuatro años y, repito, siempre creí que eso que se celebraba era
tu matrimonio. No lo creía en esa época, pues, obviamente, ni sabía qué significaba
un matrimonio –20, 21 o 22 años después sigo sin saberlo, pero ese es otro
cuento–, sino que después, supongo, mi mente hizo la relación de tu pinta y la
de él y seguro entró en el archivo como el matrimonio de los abuelos. ¿Si sabes
de qué te estoy hablando? Eso, creo, fueron como las bodas de plata, pero la
verdad no estoy seguro.
Lo otro que
recuerdo, y lo hago con la mayor de las alegrías, son las infinitas veces que
yo jugaba con las pelotas esas de goma que rebotaban un montón. ¿Te acuerdas?
Yo en el primer piso de la casa, tú en el segundo. Yo las hacía rebotar,
primero pegaban en el piso, luego en la pared, y se devolvían hacia mí con un
efecto ahí todo bacano. Yo ponía los cojines del mueble azul y me
tiraba a coger las pelotas creyéndome el propio Calero.
Muchas fueron las
veces que las tiré tan duro que no me caían a mí para taparlas sino que se iban
al segundo piso, donde tú vivías, entraban por ese ventanal que daba hacia el
comedor de nosotros y ahí se quedaban, en el corredor o incluso en esa pequeña
pieza de reblujos que tenían ustedes allá, a la espera de que aparecieras tú, o
Pacho, a rescatarlas. Yo, desde abajo, escuchaba que se abría la puerta de la
habitación de ustedes y, como todo un juego de niños, me ponía a adivinar,
según los pasos que escuchaba, quién era el que venía: si tú o Pacho.
***
Todo comenzó por
el abrazo.
Con mi mamá, con
Yuz, con mi tía, mi tío, con mis primos, contigo.
No se dieron
cuenta pero inmediatamente fui a saludar a Pacho.
Estábamos en la
casa de transición –acabo de bautizarla así–, esa que alquilamos durante 6
meses mientras ubicábamos una, en el mismo barrio, que nos gustara para
comprarla. Esa casa rara donde estuvimos medio año, donde no nos sentíamos
cómodos –o al menos eso me parece–, no sé si por lo ostentosa o porque
simplemente no la sentíamos como nuestra y de antemano siempre la vimos como un
hogar de paso, si se me permite la expresión.
Ahí vivimos una única
Navidad y podría apostar que ninguno la recuerda.
También tuvimos
un único año nuevo y seguro no lo olvidaremos.
No sé por qué
pero me parece bueno que no haya muerto en nuestra casa de toda la vida.
Tampoco en la nueva.
Quizá así la
antigua queda como símbolo de su vida y la nueva representa nuestra vida
después de él. Porque hubo vida después de él. Porque habrá vida después de
todos.
Ese 31 fue muy
raro. Pasó lo que pasó y con eso sería suficiente, pero el antes fue muy raro.
En serio. En su momento parecía normal, pero viéndolo en retrospectiva se ve
muy raro.
Fue raro que en
la tarde, cuando íbamos a visitar a la tía Ana, yo me haya equivocado de ruta.
Fuimos mil veces en el año, hemos ido diez mil veces en la vida, pero solo ese
día, justo ese preciso día, yo tenía que equivocarme de ruta. Seguí derecho por
la 26 y no volteé ni por la quinta ni por la primera, por lo que tuve que coger
la cuarta, tú, sabiendo por dónde nos tocaría pasar, empezaste a contarnos la
historia del ranchito que tenías en La Isla.
“Vamos a pasar…”,
dijiste, y Yuceth, sin dejarte terminar, dijo “por el ranchito que tenías por
acá, ¿dónde es que queda?”. “Aquí en la esquina”, señalaste, y comenzaste a
contarnos cómo había sido todo. O como había sido una pequeña parte de todo: empezaste
diciéndonos que con la venta de ese ranchito pagaste la cuota inicial del lote
de la casa en Santa Elena. Que trabajabas en Croydon y allá volviste a ver a
Pacho, que para ese tiempo no era Pacho sino Laureano. Que a Laureano lo
conociste muy joven, en Salomia, donde vivías con mi tía Ana, Viejoman y todos
sus hijos. Que él te llamaba la atención. Que se notaba que tú le encantabas
pero que no te hablaba. Que un día tuvieron la oportunidad de conocerse pero
que cuando él se presentó tú te le cagaste de la risa por el nombre –aunque no
recuerdo bien si por el nombre como tal o porque le decían “Lalo” o “Lolo”–.
Que ese fue casi el único contacto en esa época. Que luego tú conociste a Jorge
y se casaron y tuvieron tres hijos y se separaron. Que tú, sola con tus hijos,
volviste a la casa de la tía Ana y Viejoman. Que allá vivían mientras tú
trabajabas en Croydon, donde volviste a ver a Pacho –quien seguía siendo
Laureano, o Lalo–. Que él era el jefe de despachos o de transporte o de ambas o
de ninguna o de algo así. Que allá se reencontraron. Que él seguía solo, y con
“solo” me refiero a amándote en silencio. Que un día fueron a una panadería que
quedaba no sé dónde. Que salieron. Que se enamoraron. Que tu proyecto de la
casa en Santa Elena se volvió, también, su proyecto de la casa en Santa Elena.
Que en la casa de él no sabían nada y que, más o menos un mes antes de pasarse
a vivir juntos, él salía a trabajar con doble ropa: que se ponía un pantalón
encima de otro y una camisa encima de otra, y así sacó toda la ropa y todas sus
cosas y se fue a vivir contigo. Contigo y con tus hijos y con tus nietos que
aún no nacíamos.
Decía que ese 31
fuimos donde la tía Ana, hicimos la visita correspondiente, fuimos a saludar a
Chochón y volvimos a la casa. Allá pasamos la media noche, y todo fue más o
menos como siempre: fui el último en bañarse –eso no aporta nada a la historia
pero quería recalcar que siempre soy el último en bañarse, no por agüero ni
cábala ni nada, más bien por huevonada, pero ese es otro cuento–, mi mamá hizo
la cena y todos estuvieron presentes. Comimos, llegó el año nuevo, me embutí
las 12 uvas –la mayoría de los deseos fueron, por supuesto, para que el Cali
quedara campeón–, me di el respectivo abrazo con mi mamá, con Yuz, con mi tía,
mi tío, con mis primos, contigo.
No se dieron
cuenta pero de una me fui a la pieza de Pacho a saludarlo. No le dije nada.
Dormía. Supongo que le cogí la mano, no me acuerdo, estuve ahí un momentico, quizá
recordé las veces que me llevaba a tuntún a la escuela y juntos cantábamos caballo
viejo de la sabana que ya está viejo y cansado, que cuando había llovido en la
noche yo, yendo en sus hombros, movía las ramas de todos los árboles por los
que pasábamos y entonces nos mojábamos y ahora que lo pienso ese era –sigue
siendo– uno de mis momentos preferidos de la vida. Recordé también las veces que
jugábamos fútbol, en el pasillo, con una tapa de gaseosa, él me pedía descansar
un minuto, y yo le decía que no, que yo quería seguir, pero al final igual le
decía que sí y contaba “uno” y quería que volviéramos a jugar. El “uno” era
así, “uno”, literal, pues yo, de 4 o 5 años, pensaba que un minuto era un
segundo. Aun así –pensando que un minuto era un segundo– me parecía una
eternidad descansar un minuto que para mí era un segundo. Fueron buenos
tiempos. Fueron buenos tiempos porque siempre fue un buen hombre, y alguien así
no se merecía estar en la situación que estaba. Me parecía la peor injusticia
de todas, ¿de qué vale ser bueno si al final esta vida cobarde, ventajosa y
aprovechada va a terminar contigo de la peor forma que se le pueda ocurrir, sin
saber quién eres, teniendo pequeños momentos diarios de lucidez, sin reconocer
quién es ese que todos los días, antes de irse a la universidad, va a darte la
mano y a decirte “Q´hubo, Pacho, te tengo una chiva: veeeee”? Por eso,
resignado, miré hacia arriba y con rabia le pregunté “¿hasta cuándo, pues?” a
ese que tanto nos ignora.
El resto es
historia que no importa. Recuerdo que llegaron los de Flor, justo cuando ya
estábamos saliendo para donde Socorro, y nos tocó atenderle la visita como
media hora. Solo hasta casi las dos de la mañana llegamos donde Socorro, fuimos
con mi mamá a saludar donde Valentina y el resto de los de nuestra cuadra, o
excuadra. Donde don Álvaro, como es costumbre, nos quedamos más tiempo e
incluso yo prometí volver al rato. De toda esa saludantina, me quedó muy
presente cuando fuimos donde don Guillermo y doña Marianury –¿cómo se escribirá
Marianury, así, Marianury o María Nury o Nuri o Nuly, seguido o separado? ¿A
propósito, has conocido a alguna tocaya? Yo no. Pero el caso–, y ahora que lo
pienso bien, creo que fue la primera y hasta ahora única vez que he pasado a
saludar allá después de que nos fuimos de Santa Elena, y se me hace muy curioso
que don Guillermo esa noche –noche que ya era madrugada–, justo esa noche, en
el par de minutos que estuve, me hablara solo de Pacho. Me contó, entre muchas
cosas, que siempre que él ponía música y sonaba “Señora Bonita”, Pacho, estando
al frente, en nuestra casa, salía al balcón y desde ahí le hacía una señal para
que le subiera volumen.
Señora bonita
Hay algo en su boca
Tiene algo su cuerpo
Que al verla que cruza
Amor, amor me provoca
Señora bonita
Usted me castiga
Y aunque no me quiera
Le digo mil veces, que Dios,
Que Dios la bendiga
Señora bonita
Su cara es dulzura
Mis brazos le ofrecen
El discreto instante
De una aventura
Señora bonita
Yo siempre la sueño
Mire que ironía
Yo amándola tanto
Y usted tiene dueño.
Esa tarde, la del 1
de enero, me desperté porque el teléfono no dejaba de sonar.
Eran las 5 de la
tarde –creo que ya había dicho que era la tarde pero qué se le hace– y Socorro
estaba llame que llame que llame que porque nosotros aún no habíamos ido a
almorzar, lo que pasa es que la noche/madrugada anterior le dijimos que sí, que
claro, que nosotros muy a la 1 de la tarde íbamos a estar allá para comer del tradicional
sancocho que hace Jaír, pero pues esas son cosas que uno dice en el momento,
cosas que cuando ya uno se acuesta a las 10 de la mañana no tienen mucha
validez que digamos. Pero bueno. Socorro llamó y mi mamá contestó y se puso a hablar
en la puerta de mi cuarto y lógicamente yo me desperté y ella muy sorprendida
me preguntó que si me había despertado y acto seguido me dijo que me alistara
para irnos de nuevo a Santa Elena.
Y eso hicimos,
supongo que a la hora u hora y media o dos horas ya íbamos mi mamá, mi tío y
yo, camino para donde Socorro. Allá llegamos ya en la noche y como aún había
ambiente de alegría, salí a buscar más trago con Jaír mientras mi mamá y mi tío
comían. Cuando volvimos, como a los 20 minutos, mi mamá y mi tío estaban
terminando de comer y yo, como no quise sancocho, apenas le estaba echando
salsa de piña al pollo este que dan en la cena navideña cuando vi –escuché,
mejor– que el teléfono fijo estaba sonando. Contestó la negra y le dijo a mi
mamá que pasara al teléfono, al día de hoy no sé con quién habló, creo que con
Yuz, el caso es que me dijo que a Pacho se lo iban a llevar a la clínica, sin
entrar en detalles de a cuál ni por qué, y que nada, que ella se iba con mi tío
a la clínica y que yo me quedara ahí, tranquilo, comiendo, como si nada. Y pues
obvio le dije que no, que las huevas –no utilicé esa expresión, claro, pero es
la que mejor describe mi reacción–, que yo me iba con ellos. Y así fue. Le dejé
la comida servida a Socorro y me monté al carro.
Yo manejaba.
Manejaba sin saber
a dónde manejaba.
O sea, mi mamá
dijo que íbamos a la clínica pero nunca pregunté a qué clínica.
Y no hizo falta.
No hizo falta
porque, apenas nos montamos al carro, Yuz llamó al celular de mi mamá y le dijo
que nos fuéramos para la casa.
No a la clínica
sino a la casa.
Y con eso entendí
todo.
Mi tío no, mi tío
que casi siempre entiende todo, esta vez no entendió nada y durante toda la autopista se la pasó diciendo “ve, tan raro, será que
ya se mejoró, eso seguro llamaron a la ambulancia y no era nada grave, una
falsa alarma, no sé. ¿Por qué será que nos dijeron que nos fuéramos para la
casa? ¿Por qué habrán decidido no llevarlo a la clínica si se supone que se
había puesto muy mal? Tan raro”. Yo estaba que lo callaba y le decía que era
porque había muerto, no había de otra. Pero me contuve, estaba segurísimo que
había muerto, pero, como digo, me contuve. No sé por qué lo hice, pero preferí
callar durante los cuatro o cinco minutos que me demoré en llegar a la U de la
70, porque ahí –me acuerdo tanto–, justo ahí cuando hacía la U para entrar al
barrio, me llamó Mauro al celular y me dijo que ya, que Pachito se nos había
ido.
La frialdad que
tuve la noche anterior para pedirle a ese que casi siempre me ignora que se lo
llevara, la tuve para decirle a mi mamá y a mi tío, ahí en el carro, que Pacho
se había muerto.
“Pacho se murió”,
le repetí a mi mamá, porque no escuchó –o no quiso escuchar– cuando se lo había
dicho, por primera vez, un segundo antes. “Pacho se murió”, le dije, y mi mamá
de una se puso a llamar por celular a una de las sobrinas de Pacho: “Lalo se
murió”, le decía –algo desesperada– a esa pobre señora que seguro no entendía
nada en absoluto de lo que estaba pasando, “Lalo se murió, Lalo se murió”. Mi
mamá parecía loca, nunca la había visto así, incluso pidió que la dejara ahí
–ya faltaban dos cuadras para llegar, apenas íbamos por el parque– que ella se
iba caminando. Loca.
Llegamos a la
casa y ya lo habían tapado. No lo quise ver. Digo, no quise quitarle la sábana
que tenía encima. ¿Para qué ver a un muerto, así sea un muerto de uno? ¿De qué
vale una imagen así, para qué guardar ese recuerdo? Nunca le he visto sentido y
quisiera que si me llega a pasar no me vean. Solo mi mamá, Yuceth, la niña y
Socorro tienen el libre albedrío de verme si así lo desean y consideran que, de
suceder –porque puede pasar–, eso mitigaría en algo el dolor de mi partida. De
resto prefiero que no me vean, que me recuerden vivo porque me niego a ser ese
inerte que estará en el cajón. Y si llega a pasar, repito, quiero que lloren si
así lo desean, que lloren mucho pero solo una vez, que una vez se sequen la
última lágrima no vuelvan a llorar, que recuerden que tuve una vida buena,
mejor de la que merecía y que eso las haga sentir tranquilas. Además siento que,
con la llegada de Antonella, yo me liberé de un gran peso, me explico: dejando
en claro que no quiero que me pase nada, pero consciente que para morir solo
uno tiene que estar vivo, hoy en día me siento más tranquilo ante una eventual
ausencia mía. Primero, nadie depende de mí –en todo el contexto de la
expresión– y eso es un gran alivio. Segundo, siento que la existencia de
Antonella mitigaría en parte el dolor de mi partida, y el tenerlo claro es de
las sensaciones más tranquilizadoras que he experimentado últimamente.
Pero no quiero
que nos desviemos, ese es otro tema y si quieres lo hablamos después.
Decía que
llegamos a la casa y yo no quise ver a Pacho. Primero me senté en la escalera
que quedaba al lado del cuarto de él, y como vi que empezó a llegar gente a la
casa, me subí al segundo piso y me eché por allá en un rincón. No lloraba, simplemente
estaba ahí, quizá recordando, con un nudo en la garganta, las veces que yo le
decía que le tenía una chiva, y que cuando él preguntaba sobre cuál, yo le
decía “veeee”. A lo mejor recordaba las infinitas veces que Piedad, la
acompañante de la ruta del colegio, me decía que no pusiera a Pacho a llevarme
el maletín, que él ya estaba muy viejito y que yo, así estuviera en primero, en
segundo, en tercero y en cuarto de primaria, podía cargar mi propio maletín. De
pronto lo que recordaba era las veces que subía a bañarme donde ustedes porque a
nosotros se nos había dañado el calentador. O simplemente recordaba por el
simple placer de hacerlo –aunque “simple” no es que sea de a mucho y
“placentero” no es que sea siempre–, porque el recuerdo es lo único que nos
queda a los que quedamos, porque el olvido es peor que la muerte y me niego a que
seamos el olvido que seremos.
Escuché que Yuz
me llamaba y le dije dónde estaba, ella subió y me dijo “mira lo pinchado que
era” mientras me mostraba la camisa Yves Saint Laurent con la que lo íbamos a
enterrar.
–¿De dónde la habría
sacado? –le pregunté y por un instante pensé en decirle que lo enterraran con
otra, que yo quería quedarme con esa.
–No sé, creo que
esta era del esposo de Virginia.
Cuando bajamos en
la casa ya había más gente, recuerdo a Socorro, Jaír, Diana, Sofía, quizá
Nelly, los de Salomia, mi tía, Diana, Daniel, Mauro y hasta una vecina de al
frente con la que nunca habíamos ni hablado.
Mi mamá le
preguntaba a Yuz que qué se podía hacer, pues al parecer el médico “tratante”
no estaba en la ciudad y en el servicio este de salud que le tenías no había
nadie que pudiera declararlo muerto. Nunca entendí por qué, siempre se me hizo
ilógico, pero quizá era hasta entendible por ser primero de enero a las ocho o
nueve de la noche. Mi mamá hablaba por teléfono con alguna operadora y le decía
que pensara un momento, que a quién se le ocurre que ella iba a llevar un
cadáver a una clínica para ingresarlo por urgencias y poder que lo viera un
médico cualquiera y lo declarara muerto.
No sé cuánto
tiempo pasó, no debió ser mucho, hasta que Yuz me dijo que ella y Mauro se iban
a ir a la funeraria a ver qué se podía hacer. Y yo me les pegué. Allá nos
dijeron que claro, que la vuelta era breve: que ellos iban por Pacho a la casa
y lo llevaban a la clínica, que lo “ingresaban” por urgencias –lo pongo en
comillas porque seguro tendrán su protocolo, pues, su lado por donde los
ingresan, no me imagino que alguien llegue a urgencias con un muerto cargado, a
lo Rosario Tijeras, y pida turno y se siente a esperar que los atiendan–, que
allá un doctor lo declaraba muerto y que luego, ellos mismos, lo llevaban al
cementerio del norte para prepararlo y llevarlo al otro día a la sala de
velación que nosotros dijéramos. Y así fue.
Y nosotros ahí,
siempre detrás de ellos, como quien escolta, por penúltima vez, a ese fiel guardaespaldas
que siempre nos cuidó. El mejor de todos, el del caminado lento pero ágil de
mente. El jorobado de espalda, pero recto en valores. El de los cuentos
sorprendentes. El de la paciencia infinita. El del amor bonito. El de la chiva:
veeeee.
Lo que cuento acá
en un párrafo en realidad pasó en algunas horas, con par pandebonos y
ponymaltas de por medio, claro. El caso es que al cementerio fuimos llegando
como a la una de la mañana. Mauro se quedó en el carro y Yuz y yo entramos a
una oficina donde nos atendió un man que corroboró la información, nos pidió
algunos datos, confirmó en dónde queríamos velarlo y enterrarlo, y nos llevó a
una salita donde tenían unos ataúdes para que escogiéramos el que queríamos. Había
dos: uno cuya “ventana” era rectangular y abría hacia el lado, y otro que tenía
“ventana” en forma de cruz y abría hacia arriba, no sé si me haga entender. Yo
le dije que el de la “ventana” cuadrangular.
Al otro día todo
fue normal, era 2 de enero y la gente, supongo, de a poco volvía a su
cotidianidad luego de despedir el año. Nosotros, en la funeraria, estuvimos
creo que todo el día. Recuerdo que en la tarde fui con Yuz ahí a Palmetto a
comprar unos zapatos para ponerme al otro día –y, dicho sea de paso, para
ponerme cuando me inviten a cuanto matrimonio, bautizo o quinceaños haya por
ahí, incluso hoy en día–. Recuerdo que a última hora –como siempre– llegó don
Álvaro con los niños y doña Francia, casi no los dejan entrar porque faltaba un
minuto para las diez de la noche, y a esa hora, a las diez, hacían salir a todo
el mundo. Recuerdo que en la casa Mauro destapó una caneca de aguardiente y nos
tomamos uno o dos traguitos, todos estábamos en la sala y, hablando de todo,
llegamos al tema de quién iba a irse acompañando a Pacho en el carro fúnebre
camino al cementerio. Todos pensábamos que tú, o al menos yo así lo pensé, pues
era lo normal y, digámoslo así, lo predecible. Pero tú dijiste que no, que te
querías ir en el carro con mi tío Freyder, entonces de inmediato yo dije que
quería ser quien fuera al frente, con él, acompañándolo lo más cerca posible en
ese, su último recorrido. Tú no dudaste en decir que sí, y eso, para mí, ha
sido uno de los mayores honores de mi vida. Dijiste que te parecía lo más
correcto, ya que él, según tú, tuvo cuatro grandes amores en su vida: tú
–lógico–, Nelcy, la hermana, Yuceth y yo. Te juro que jamás se me pasó eso por
la cabeza, es decir, solo hasta ese momento fue que dimensioné el gran amor que
siempre me tuvo.
Uno en esos momentos
piensa muchas cosas, o quizá sea lo contrario, a lo mejor no piensa mas bien
nada. La noche se hace larga. Uno cree que estaba preparado, pero descubre que
cinco años de convalecencia no preparan, solo aumentan la agonía de la espera.
¿Reír y agradecer por lo bueno, o llorar y llenarse de rabia por la injusticia
de ese final? ¿Por qué alguien bueno tiene que terminar tan mal? ¿A qué ser se
le ocurre eso? ¿Será así con todos los buenos? ¿Será que eso lo divierte? “Hey,
mira, ahí hay alguien bueno, hagamos que sufra. Ah, quién lo mandó a ser bueno,
nadie le dijo que lo fuera”. No sé quién merezca pasar sus últimos meses de
vida así, sin reconocer a sus seres queridos, sin valerse por sí mismo ni saber
siquiera quién fue en el pasado ni ser consciente de la existencia de un futuro.
No sé quién lo merezca, digo, pero definitivamente Pacho no. Todo lo contrario.
***
Sé que eres una
valiente. Eso es quizá lo que mejor te define: tu valentía. También tu amor
–por supuesto–, tu nobleza, tu don de servicio, tu inteligencia, tu alegría y
ese largo etcétera que creo que tienen todas las abuelas, pero me quedo con tu
valentía.
Nunca olvidaré el
momento en que te paraste a leer en la misa del entierro de Pacho. Estábamos en
primera fila. Yo al lado de Yuz, y Yuz al lado tuyo. Todo transcurría como
transcurren las misas en los entierros y hasta ahí todo bien. De un momento a
otro tú le hablaste a Yuz y ella empezó a buscar algo en tu bolso, buscaba y
buscaba y removía y removía cosas y seguía buscando y nada, entonces tú, con el
afán de quien siente que se le va el señor de la mazamorra –perdón la metáfora,
no soy muy bueno en esto de escribir, pero me pareció una divertida imagen
mental: alguien que está apurado buscando una olla para echar la mazamorra,
¿no? Sí, tal vez no–, cogiste el bolso y buscaste tú misma eso que tanto
necesitabas: las gafas. Las cogiste rápido y, con el afán de quien encuentra la
olla para salir detrás del señor de la mazamorra, te paraste y le dijiste al
padre que querías hacer las lecturas. Y fuiste y las hiciste.
¿Cómo alguien es
capaz de hacer eso, de tener un dolor en el alma, tan grande como ninguno otro,
de tener el peor de los nudos en la garganta y salir a leer con tanto coraje
sin ni siquiera enredarse en media silaba? Esa imagen representa para mí todo lo
que tú eres.
Parada ahí,
enfrente de todos, no solo estaba una viuda más.
Estaba la señora
alegre, que le gusta la fiesta.
Estaba la líder
de ese montón de viejitas que hace lo que ella diga (o proponga, pues)
Estaba la tía
preferida de los Pérez.
Estaba la
trabajadora que sacó a sus hijos adelante, la que hubiese sido capaz de vencer
todo y cuanto se le pusiera por delante.
Estaba la devota
que tiene tan ganado el cielo como lo podría tener ganado la mismísima mamá del
Papa.
Estaba la noble,
la comprensiva y la alcahueta. La que llora en silencio y se ríe a carcajadas.
La que poco se enoja ni conoce rencores.
Estaba la mamá de
mi mamá, la que supo nunca entrometerse en nuestra crianza y educación –no
sabes cuánto lo agradezco–, pero siempre estuvo ahí guíando, cuidando y
protegiendo.
Estaba la que en
vacaciones me ponía los pandebonos en el canasto para que los cogiera de ahí
cuando me despertaba a las 9 o 10 de la madrugada.
Estaba la que le
gusta hacer las cosas buenas sin que nadie se entere. La que, sin pretenciones,
prefiere que su trabajo y sus acciones hablen por ella.
Estaba la que
hacía la novena de la virgen todos los 24 de mayo en la casa para luego llamar
a mi tío Freyder y darle tremenda serenata con todas las viejitas.
Estaba la abuela
más querida por todo Santa Elena.
Estaba la que
todos aman. La que todos respetan. La que todos admiran.
Estaba mi abuela.
Estaba la señora
bonita.
***
En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.
Algo así puso el
mediocampista del Chapecoense Cléber Santana antes de subir al avión y morir en
aquella tragedia que a todos nos tocó. Nos tocó por televisión, como preferimos,
pero nos tocó al fin y al cabo.
En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.
Muchos lo
adjudican como un mensaje premonitorio. Para mí no es más que la infinita
fortuna de haber dejado –sin saberlo, obvio– un mensaje de despedida. Qué
suerte –aunque “suerte” no es el mejor término para este caso–. Qué dicha. Si
algún día me conceden un último deseo, escogería poder despedirme.
En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.
Me gusta ser el
menor. Me gusta el año en que nací. Me gusta que mi mamá me haya tenido a los
34. Me gusta haber crecido en el primer piso cuando tú vivías en el segundo. Me
gusta haber vivido luego en el segundo y tú en el primero. Me gusta que ahora
vivamos juntos. Me gusta sacar cosas de tu nevera como si fueran mías. Me gusta
entrar a pesarme a la báscula que tienes en tu cuarto. Me gusta que me digas
Julio. Me gusta que me digas Canillas. Me gusta la infancia que tuve. Me gusta
que seas del Cali. Me gusta que digan que nuestra cabeza tenga la misma forma
–e incluso nuestro pelo–. Me gusta haber crecido en Santa Elena. Me gusta que
me cuentes las historias de tu infancia. Me gusta haberte ayudado en lo que
estaba a mi alcance cuando organizabas la entrega de velones en Semana Santa.
Me gusta que los regalos de la Navidad del 2013 los hayamos abierto el 31. Me
gusta no haber recibido ni el más mínimo reproche tuyo. Me gusta creer que
entiendes y en parte respetas las decisiones que, para bien o para mal, he
tomado. Me gusta que nunca me has juzgado. Me gusta que me pidas que te lleve
al cementerio. Me gusta no tener absolutamente nada malo que decir sobre ti. Me
gusta De qué callada manera de la Sonora Poceña. Me gusta tu nombre. Me gusta coger
tu bastón. Me gusta ser tu nieto.
En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.
El anillo de
Pacho que me diste es, por mucho, el mejor regalo que me han dado en la vida. Y
dudo mucho que puedan superarlo.
En cuantas vidas yo viva, en todas te amaré.
En cuantas vidas
yo viva, en todas te amaré, abue.
(Aunque si puedo
elegir, no quisiera vivir otra, suficiente tengo con esta).
En cuantas vidas yo viva, en todas te recordaré.
***
Soy lo que soy
gracias a mi mamá, y tengo la sospecha de que ella es lo que es gracias a ti. O
sea que, si aprendí a hacer reglas de tres en el colegio, eso vendría
significando que yo también soy lo que soy, en gran medida, gracias a ti. Y eso
siempre lo tengo muy presente. Y eso trato de honrarlo cada día de mi vida, y
me odio cuando no lo hago. Cuando por X o Y no me comporto como un descendiente
tuyo debería hacerlo, me odio; cuando no ayudo a las personas pudiéndolo hacer,
me odio; cuando no saludo a la gente desconocida que me encuentro en la calle,
me odio; cuando dejas de pedirme un favor porque crees que me molestaría, me
odio; cuando desaprovecho una tarde de sábado durmiendo, leyendo o viendo
televisión pudiendo estar contigo preguntándote todo lo que quisiera saber y
oyendo todo lo que me quieras contar, me odio; cuando tengo que recurrir a
escritos como estos porque no soy capaz de decirte estas cosas de frente, me
odio; cuando no me decido a perdonar a mi papá, me odio.
***
Cuando llegue el momento,
cuando te llamen no a rendir cuentas sino como asesora para mejorar este
horrible mundo, ten la tranquilidad de haberlo hecho más que bien. De haberlo
logrado. Porque creo que uno de los propósitos de la vida es darle a los suyos
una vida mejor que la que uno tuvo, y tú, eso, sin duda lo hiciste con creces. Tenlo
claro para que estés tan orgullosa de ti como nosotros lo estamos.
***
Si Dios hizo las
madres para que hicieran el trabajo que él no puede, no me imagino entonces
para qué hizo las abuelas. Porque unos nacen ricos o genios o con muchísimo
talento para volverse ricos o genios, otros simplemente nacemos y nos toca una
abuela como tú.
***
Conozco a mucha
gente, y tú eres la mejor persona que conozco.
(Bueno, en
realidad estás empatada con mi mamá).
Con el amor de
quien te debe gran parte de su vida,
“Canillas”.