jueves, 5 de mayo de 2011

La profecía

Desde que hay carro en mi hogar, una pelea muy recurrente que tengo con mi mamá es que a ella no le gusta que ande muy rápido, se le alteran los nervios, se prende del asiento del copiloto de donde puede -tal cual garrapata- y me pide muy sulfurada que le baje a la velocidad.

Un día, por ejemplo, íbamos ella, mi abuela y yo rumbo a Yumbo a visitar a unos familiares, en el viaje me jodió todo el camino para que le bajara a la velocidad: “papi, bájele”, “papi, bájele”, “papi, bájele”, decía. “Tranquila má”, “tranquila má”, tranquila má”, le respondía. Y mi abuela callada.

La carretera estaba en perfecto estado, íbamos de día y la velocidad no superaba los 100 kilómetros por hora.

Me azaró de tal forma que mi reacción fue contestarle duro, le dije que me dejara manejar tranquilo, que no me dijera más nada y que de no ser así, que bien podía coger las llaves y seguir manejando ella, que yo me devolvía para Cali sin importar que ya estuviéramos a mitad de camino.

Esa vez la discusión quedo ahí, pero un día, hablando con mi hermana y otros allegados, salió el tema a colación y mi mamá nos confesó que a ella no le gusta que uno maneje rápido porque "uno nunca sabe que puede pasar" y, sobre todo, porque de pronto –y cito sus propias palabras- “se sale una llanta”.

A mí me dio entre risa y rabia ese argumento, ¿por qué siempre tienen que pensar –y generalizo porque sé que así son la mayoría de las mamás- que algo malo va a pasar? Uno tiene que ser precavido, sí, tener cuidado y todo lo que ellas quieran, ¿pero que se salga una llanta? O sea, mamá, si se sale una llanta nos matamos. Punto. Vaya uno a la velocidad que sea. Nos matamos.

Hace poco un comercial decía que las mamás ven el futuro, y puede que sea cierto, pero, como diría “Suso el paspi” -héroe de barro de nuevas generaciones-, eso es “interesante pero discutible”. Tal vez ese poder de pitonisas sólo les sirve cuando se trata de cosas malas. Porque vaya y digan: “hijo, no te preocupes por no haber estudiado para el parcial, algo me dice que lo vas a ganar”. No. Seguro no sucede.

En cambio lo ven a uno estudiando toda la semana, trasnochando, y el día del parcial se les ocurre decir: “ay mijo, váyase media horita más temprano, uno no sabe que pueda pasar, ¿Qué tal que se vare el bus?”. Y uno no les hace caso y tenga, fijo se vara el bus, uno llega tarde y no lo dejan entrar a presentar el parcial -aplica también para atracos, tronchadas de pie, aguaceros, y, quien lo fuera a imaginar, para situaciones relacionadas con las llantas del carro-.

Hace poco llevaba a mi hermana al trabajo muy a las 5:50 a.m., todo parecía normal: iba por la “Simón Bolívar”, la velocidad era apenas la que requiere una vía tan importante como esta y, después de haber pasado varios días, Julito seguía hablando de la boda real –para mí que le quedó gustando el príncipe Harry, pero no se lo sostengo a nadie-; entonces de repente veo que el carro que iba delante de nosotros esquiva con mucha brusquedad un elemento no identificado que hacía las veces de obstáculo en toda la mitad de la carretera. Yo, como no tuve oportunidad de verlo a una distancia considerable para evitarlo a toda costa, terminé pisando con una de las llantas delanteras lo que resultó ser una roca tan grande como un melón y tan deforme como la cara de Valencia Cossio. La pinchada fue fija. Mi hermana se fue en taxi hasta el trabajo y yo quedé ahí a la deriva.

“¡Piensa Julián, piensa!. ¿Qué haría una mente brillante en un momento como estos?” Repetía yo mientras me desanimaba: no es culpa mía que a mi mente no le echaran ega después de haberla construido para que quedara brillante.

¿Qué hacía, ah? Nunca me había pinchado, nunca me había quedado así tan varado. Yo antes era muy pinchado –o al menos eso decían- pero en cuestión de llantas era mi primera vez. Tampoco me he comido una gordita, como para decir que sabía algo sobre la manipulación de neumáticos. Pero nada, mi experiencia con cualquier tipo de llantas, como ya lo dije, era nula.

Pensé en llamar a mi amigo Lozano, a quien siempre le han gustado las “barbie-chonas”, pero cuando saqué el celular éste estaba descargado. No quiso prender. No podía ser más de malas: pinchado e incomunicado. Ah, y sin bañarme, solo faltaba estar sin plata. Y pues, bueno, en la puerta tenía las moneditas que le doy a la gente para que me cuiden el carro. Con eso me despinchaba, ¿no?

El caso. Intenté e intenté pero el celular no quiso prender. Le pedí a Dr. House –el único Dios en quien confío con los ojos cerrados-, pero nada, no prendía.

5 minutos, solo necesitaba 5 minutos de batería para llamar al seguro. Pero fue imposible. Miré al alrededor y ni siquiera vi algún puestico de esos que venden minutos -razón por la cual le pegaré un calvazo al próximo que escuche decir que "esa clase de cosas están en todas las esquinas"-.

Soy de las personas que se las pica de autosuficiente y no le gusta pedirle favores a extraños, ni siquiera me gusta hablar con extraños, si saludarlos, ni mirarlos, nada. A no ser que sea una vieja bien buena, claro, ahí sí le hago de todo tan solo con la mirada. Pero ese es otro tema.

Decía que no me gusta pedir favores a gente que no conozco, pero en esa coyuntura, en esa penosa situación, no quedaba mas que poner cara de buena gente y pedirle a un transeúnte que me prestara por un instante su celular.

No era fácil, yo sé, tanto para mí como para la otra persona. Nadie espera que, después de haber madrugado por la mañana, se te acerque un desconocido con cara de yo-no-fui a pedirte prestado el celular mientras tú lo único que quieres es que pase rápido el bus que te lleva al trabajo.

No tenía otra salida, así que así fue: me le acerqué a un man, le comenté lo que me había pasado, que tenía el celular descargado y que necesitaba llamar al seguro para que vinieran por mí, o algo así. El man al comienzo estuvo un poco escéptico pero al final me pasó su celular con algo de miedo. Y no era para menos, pues, lo que me estaba pasando no era otra cosa que un BlackBerry.

Ahí volví a agradecerle a mi Dios el haberme hecho fanático del Deportivo Cali. Sí, menos mal soy caleño y no tengo cara de hincha americano. Los rasgos físicos del “azucarero” inspiran, ante todo, mucha confianza; en cambio un americano… bueno, dejemos así. Solo espero que no me malinterpreten, no estoy diciendo que todos los hinchas escarlatas sean ladrones. No. Tengo buenos amigos americanos y sé que no es culpa de ellos haber nacido con ese problema en la cabeza, con el tiempo he aprendido a comprenderlos; solo que, dándome la libertad de acomodar una frase de mi amigo Daniel Samper Ospina, es importante resaltar que si bien no todo hincha americano es ladrón, sí todo ladrón es hincha americano. Pero no nos desviemos del tema.

Llamé al seguro –cuyo número lo tenía en la guantera del carro- y me dijeron que por ser la hora que era, no me podían prestar asistencia mecánica, pero sí el servicio de grúa. Les dije que no importaba, que lo que fuera, que lo importante era salir de eso cuanto antes.

Al colgar quise hacerle una broma al man que me había prestado el celular: pensé en hacer el amague de salir corriendo pero después lo pensé bien y decidí no hacerlo, hoy en día uno no puede hacer esas gracias, por cosas menores han pelado a más de uno, y yo aun no estoy en edad de salir en el “Q´hubo”. Ya me imagino el titular del periódico: “pinchado por partida doble”, o “lo quebraron después de pinchar una llanta, ahora su mamá se quiebra en llanto”. Definitivamente no era ni momento ni hora ni lugar para dármelas de chistoso.

Entonces me armé de paciencia, la vieja del seguro me había dicho que la grúa llegaba más o menos en una hora y yo debía buscar la forma de hacer de esa espera lo menos aburrida posible. Lo que hice fue pararme al lado del carro y ver a los demás autos mientras pasaban.

De repente pasó un agente de tránsito por ahí y al verme varado se acercó a preguntarme qué había pasado:

-Venía por acá por la Simón Bolívar y una hijueputa piedra grandísima que estaba en la mitad de la calle me pinchó la llantica –le dije.

-¿Te pinchó una piedra? Huy, que piedra –el muy marica era picado a que bromeaba con su juego chimbo de palabras. Seguro ese día había desayunado payaso.

El agente de tránsito notó que no me había gustado su intento de chiste porque no le dije nada y me limité únicamente a mirarlo feo. Entonces se puso serio:

-¿Y la llanta? –preguntó.

-¿Cuál llanta? –le respondí fríamente.

-El repuesto.

-Ahí dentro del carro. Tengo 5, ¿no los ve?

-No.

-Ahí están: dos adelante y tres atrás. No son puestos cualquiera, déjeme decirle: son los re-puestos.

El tonto ese al comienzo se rió de ese chiste tan bobo pero luego me dijo seriamente que tratara de despincharme rápido, que mirara toda la congestión que se había armado por mi culpa. Yo le dije que bueno, le expliqué que para mí no era divertido estar ahí pudiendo estar en mi casa durmiendo y le comenté que la grúa ya estaba por llegar.

Pasadita la hora llegó la grúa, el operario me saludó muy amablemente, hizo lo que tenía que hacer y en cuestión de un par de minutos ya íbamos camino a la casa. A la casa mía de mi mamá.

Al llegar lo primero que hice fue entrar al hogar y poner a cargar ese tiesto que tengo como celular, después llamé a mi mamá y le conté lo que había pasado.

-Qué hubo, má, me pinché en el carro.

-¿Qué me dijiste?

-Que me pinché en el carro, mamá.

-Hábleme más duro.

-¡Que piché en el carro!

-¡¿Qué?! –gritó alarmada.

-Ah, eso sí lo entiende, ¿no? –definitivamente uno oye lo que quiere oír- que me pinché en el carro, mamá, pinchar del verbo “se volvió mierda la llanta”.

-¿Pero cómo?

Entonces le narré los pormenores del asunto, le dije que había llamado a la grúa y que no se preocupara que ya estaba en la casa.

-Ah bueno –me dijo- cambie la llanta.

-¿Cómo así que cambie la llanta, yo acaso sé hacer eso? Además, ¿Qué llanta voy a cambiar, dónde está la otra?

-La de repuesto está ahí, debajo del carro.

-¿Debajo del carro? –le pregunté entre escéptico y asombrado- ¿cómo va a haber una llanta debajo del carro? ¿No estará mas bien en la bodega?

-Ay hombre, no sea terco que ahí está, debajo. Carolina la vio el día que le hicimos el peritaje al carro, ella me dijo, agáchese y verás –Carolina es una amiga de ella del trabajo, a quien, de ser cierto lo que dice mi mamá, voy a boletearla mencionándola acá por ahuevada. ¿Cómo va a decir que la llanta estaba "debajo del carro"?-

A mí se me hizo muy raro eso, pero como no sé nada de carros, le di el beneficio de la duda y fui a buscar la dichosa llanta que supuestamente estaba debajo del carro. Me agaché por un lado, por el otro, una vez, dos veces, pero nada, yo no veía absolutamente nada. Se la habrán robado, pensé, no falta el enanito en los parqueaderos robándose las llantas de repuesto que están debajo de los carros. Seguro es hincha americano, o político.

Entonces acudí al ser que suele sacarme de situaciones adversas como estas: “el Fi” –a los lectores nuevos le digo que se pronuncia “fai” y que no voy a decirles quien es porque en muchas publicaciones pasadas lo he mencionado. Hagan de cuenta que es mi hermano mayor, confórmense con eso-.

Fui a la casa del “Fi”, la cual queda a la vuelta de la mía y teniendo en cuenta la gravedad del asunto –yo tenía que ir a la universidad-, me vi en la penosa obligación de despertarlo y pedirle que me ayudara a despinchar como fuera. En ese momento ya eran la 8:30 de la mañana, más o menos.

El “Fi” como siempre tuvo toda la disposición de ayudarme con aquello, apenas lo desperté se paró de la cama y juntos vinimos a mi casa a ver como hacíamos. Él abrió la bodega y sacó –yo no sé de dónde porque nunca había visto eso en mi carro- todo lo necesario para hacerle esa delicada intervención quirúrgica al auto. Sacó un gato, una cruceta, un kit de emergencia y –quien fuera a imaginarlo- hasta una llanta de repuesto.

Hay que desatornillar la llanta –en la mayoría de los casos la que se quiere cambiar, no se recomienda hacerlo con las otras, ahí les tiro el dato-, eleve el carro con el gato -el cual, dicho sea de paso, debe ser uno mecánico; no creo que ni el “gato” Pérez, ni el “gato” Arce, quien además es amigo de esta casa, sean capaces de alzar un carro por sus propios medios-, quite la llanta, ponga la de repuesto, baje el carro con el gato, atornille la nueva y listo. Sencillo. Ya hasta me aprendí los pasos.

Quedé hecho un lulo en materia de despinchandas, tanto es así que cuando les pase, si no saben del tema, no duden en llamarme que yo de una voy y los asesoro. No importa donde estén, no importa la llanta de repuesto: no se preocupen que en caso de que no la tengan, le decimos al “gato” Arce que vaya al parqueadero más cercano y se robe una de algún carro que la tenga por debajo. Por mis lectores lo que sea.